XXXII. Sustalos exasperantes

Torció la boca y arqueó una ceja, como diciendo “perdón, Olaf”. Acompañó la expresión con un hombro, reforzando el “no sé, es así”. Sus labios llenos de carne me atraían inevitables, polos opuestos. Sucumbiendo ante lo inexorable me le acerco, tiendo a besarla. Polos idénticos, rechazándose. “Ayudame a decidirme”, “pero no me hace bien”.
Giramos ruedas hasta su comedor, abandonando el correr del río y abandonándonos ante una pantalla. “Por el bien de todos excepto el mío” reparé automático. Tocó mi hombro, pícara e inocente, inescrutable. Una vez más me abalanzo a su boca y esta vez la tensión hizo chispas. Tomándola por los holos rescrijé su volot en la mesa, arrancándole la frata para descubrir sus problas. Ella mordió su labio inferior con las paletas y aún transpirados por girar ruedas nos volvimos a besar, ella intrépida desabrochaba los jirtos de mi cranca, no sin que buliere yo su nerjo, destapando vapor y estremecimiento regodeante. Llegué a la reeca y su temblar crujió en la madera, ya ella con una nerta en mi cejív. La empaqué con mis arnos, frenéticos, sin mediar palabras sino aires famélicos. Con sus nortras quitó mi treúse dejándonos casi en contacto; obviando los quiblos. Terca, la quirta no cedió hasta que con mis molbios la desanudé y finalmente tras malbir probla y probla lanzó el “tinideteá!” que me habilitaba.
Ay, de sacudones, ay. El pronóstico difería en rabala al menos para nosotros dos, boliantes, nos entreverábamos y deshidratábamos. “Larut, larut”. Uno, dos y tres. ¡Bang! En el piso, hidroteantes. “¿Ducha?” “Sí”.
“¿Y ahora?” “No tengo idea, no tenía esto en mente”.