¿Por qué la necesidad latente de escribir? ¿A dónde está la inspiración que solía invadirme tiempo atrás? ¿Qué espera uno para salir a la luz? Mientras vive una vida sin sentido, a la expectativa de algo que no llega ni muestra su forma.
Arranqué la hoja y me recosté amargado en mi desatendida cama. Una terrible depresión crecía como la inminente sombra de un dirigible en un prado dentro de mí. Respiré profundamente y una mueca de dolor se dibujó en mi rostro. Algo me faltaba, pero una asquerosa pared no me permitía divisarlo. Mi hermosa habitación, la que con tanto cuidado había diseñado se desmenuzaba ante mis ojos. El piso de madera gastado, el gran ventanal por el que ingresaba ese expectante sol que mi invitaba a un lugar en el que no me sentía cómodo, sus cortinas pálidas y pulmonares que danzaban al son del templado viento que la ciudad de Rosario emanaba, la inmaculada pared apenas desgastada por el paso del tiempo... Y mi cama. Entonces, mi tumba. Como dije, desatendida, con ese aspecto de espera que adquiere cuando uno está lavándose el rostro apenas se levanta, con sus ropas plegadas hacia la derecha y, entonces, con un desafortunado ser que vivía una ausencia de inspiración clásica.
El escribir era el indicio de tranquilidad más pleno. Si las palabras fluían significaba que las preocupaciones morían. Que no existían. Es que uno se preocupa demasiado. Piensa mucho algo que no merece ser pensado. El tonto es feliz, dicen algunos, pero para venderme prefiero sufrir dijo uno.
Miré la lámpara cenital y aprecié lo difuminado de la etérea existencia de la luz. Ella pintaba los paisajes, los espacios más recónditos del planeta en que supongo vivimos. Por sobre todas esas cosas, en ese momento -o instante- pintaba mi recámara. Cuatro paredes y una puerta alta, de las que se ven en ciertos barrios de Buenos Aires. Nuevamente surgió esa maldita duda de porqué, de cómo. La borré tan rápido como pude y traté de recordar la última vez que había escrito, la última que había narrado como (para mi psiquis) correspondía. La tensión en mi pieza era férrea. El aire era denso, a pesar de la brisa austral que la movía. Me paré y fui al placar embutido que tenía en dirección a los pies de la cama. Si me visto de calle me sentiré al menos con un merme en esa tortura. Sucede que cuando uno habla por teléfono lo hace de manera distinta si está en pijama o trajeado. Supuse que así por lo menos podría escribir unos desechables versos. Para entrar en calor.
Nada me obligaba a hacerlo, pero de todas formas me saqué ese holgado pantalón junto con la remera desgastada. Esbocé una sonrisa al recordar que llevaba vestido así dos días. La soledad va de la mano con la depresión y viceversa. El ermitaño se siente solo no por estarlo sino porque así lo desea. Lo mismo puede sucederle a un hombre de familia, conviviendo. Y con desea no hablo de un ferviente deseo consciente, sino un deseo traumático del subconsciente.
La verdad es que no tengo idea de porqué lustré los zapatos que no habían sido usados desde su última limpieza, pero ya verán que de algo pudo llegar a servir.
Tomé una hoja y casi sin darme cuenta estaba cerrando la puerta del departamento.
Al llegar a la plazoleta de la manzana anterior -con referencia en el centro de la ciudad) no hubo algo que me hiciera permanecer ahí, por lo que giré con un paso decidido en sentido contrario, y al cabo de diez minutos me encontraba en el parque principal. Los martes no suele ser muy concurrido, pero se ve que llegué justo en el horario del almuerzo, porque docenas de oficinistas iban y venían. Mi mirada se detuvo en una joven y elegante chica que tenía pinta de ser no sólo novata sino también del interior. Esa muchacha que vuela a la ciudad a triunfar, calzándose un conjunto azul y saltando sobre sus tacos. Estaba ahí para poder escribir, y su oscuro cabello castaño sumado al penetrante color miel de sus ojos eran la razón perfecta para comenzar una descripción que, esperaba yo, me llevase a algún sitio. Cubriéndome del sol con la mano izquierda, traté de predecir qué haría. No sólo noté que se disponía a leer en uno de los bancos, sino que pude corregir esa primera impresión. No parecía más débil ni provinciana, ni llevaba puesto un traje sino ropa casual. Llevaba un buzo gris de algún colegio primermundista curvándose sobre unos turgentes y ocultos pechos; un pantalón del cual en el momento no tomé nota pero ahora recuerdo como un short verde claro que combinaba con las letras bordadas en su buzo, el cual, cabe aclarar, estaba bañado en su lacio cabello rubio oscuro.
Saqué mi mano de en frente de mi cara porque todas las nubes que cubrían la luna amortizaban con su reflejo. La chica que me interesó (si, la del traje azul, osea, el buzo gris, ahora de camisa y pantalón) se levantó del banco porque éste se hundía en el piso, siendo tragado por la arena de la playa en la que estábamos. Acomodó su pareo para cubrirse al notar mi presencia y ordenó la cuenta del restaurante. La habían dejado plantada una vez más, y yo oculto tras la escultura de la galería de arte. La seguí hasta el borde del río, donde con sus rizos rojizos se dispuso a esperarme. La molesta tela se interponía entre yo y mi mujer, o ya ex-mujer; pero madre de mi hija, entre nuestras miradas.
La máquina de escribir se había trabado interrumpiendo la historia que todavía no encontraba camino. Quité la cortina de mi cara, arranqué la hoja y me arrepentí de haberme cambiando, en definitiva, volvía a estar en mi cama.