El hombre, inconsciente de su condición de hombre, se arrodilló en la cama y pasó largos segundos mirando a la pared que su ventana dejaba ver. Apoyó su nariz en el vidrio, nublando su vista con el vapor de su respiración. Comenzó a oír. Primero su respiración, luego sus latidos, luego el reloj y lentamente los sonidos más externos. Un grillo, el crujir del colchón, un ladrido lejano y solitario. Arcilloso ser, tan insecto como monstruoso, el hombre apoyó su oreja en el frío y transparente material. Sin cerrar los ojos, enfocando esa mosquitera que vibraba con los motores de la entonces inalcanzable calle, se sintió vacío. Por un instante, la idea de un amor imposible y quién sabe si existente se hizo espacio en la mente, pero luego el hombre siguió en su proceso de... vaciamiento. Eran él y el mundo. Entonces, puede jurarlo, sintió frío. Sus pies solían estarlo. Alejó su cabeza de la abertura, dibujó un básico rostro en la humedad que el vapor imprimía sobre el cristal. Continuó con el cuerpo de un gusano, y notó como una pequeña gota se condensaba en cada ojo del personaje que cobraba forma.
Leon entonces pensó en cómo escribiría esa inconsistencia. Pero no porqué lo haría.
Apoyó sus glúteos en los tobillos, y sus codos en las rodillas. Se cubrió la cara, sin ganas de llorar. ¿Qué lo tenía en ese estado? Se agazapó en posición fetal recostándose hacia su derecha (donde la cabecera) y se cubrió con las sábanas. ¿A dónde iba? El hombre se preguntó mil y un cosas que por ahora no todas merecen ser develadas. Pensó en una carta (¿habrá sido el rey de corazones?), pero sobre todo pensó en la pregunta que lo atormentaba ¿seré alguien?
Repugnantes textos desechables. Se destapó y miró las sombras proyectadas en su armario.
Volvió a odiarse, como al principio.