XXXVIII. Sin título

Aún sin ver nada y con esa presión en la nuca sentí el frío del otoño. Ya llevaba, estimo, una hora vendada y atada. Me tomaron por debajo de los hombros y mi cara se despegó del asiento del vehículo, dejando mocos y lágrimas del berrinche que duró los primeros cuarenta y cinco minutos. Resignada a lo peor fui alzada y arrastrando los pies hasta lo que suponía y luego confirmé era el medio de un campo arado. Me elevaron aún más y dejaron caer en una superficie dura. Mis muñecas dolían al igual que mis tobillos, pero permanecí en posición fetal. Estaba por pasar. Me iban a violar y no podía hacer más que retorcerme. Agradecía que aún no me hayan golpeado, fue insensato de mi parte resistirme tanto. A una le dicen que la mejor estrategia es entregarse inerte al victimario rogando en silencio que la tortura se termine rápido. Dos voces intercambiaron palabras y una tercera intervino. Había tres personas y para mi sorpresa una de ellas era mujer. No distinguí qué dijeron, o bien el estado catatónico me prohíbe recordar. Todo olía a pasto seco y tierra.
Aspiré los mocos que todavía me molestaban al mismo tiempo que escuché un sonido extrañísimo y aterrador. Una no se detiene en el día a día a pensar cómo suena un soplete. Pero no me costó nada reconocer el abrumador ruido de la llama ardiendo en gas. Era ensordecedor. La clase de monstruos inhumanos con la que me había topado era mucho más terrorífica de lo suponible. Será porque nunca fui una mina fatalista, pero me nacía creer desde que me habían tapado la boca y subido a la traffic que nada iba a ser tan horrendo. Y sin embargo ahí estaba, en un tablón en medio de un campo, de noche, cerquísima de una llamarada que me revolvía aún más el estómago. Empecé a temblar por nervios y frío cuando para mi sorpresa una frazada cubrió mi desabrigado cuerpo. No pude reprimir un “no, por favor no” cuando sentí que me tocaban, pero el temblequeo se redujo al entrar en calor. Y no era sólo por la frazada, no: el sonido del soplete iba acompañado de un golpe caluroso desconcertante.
Vomité cuando una mano rozó mi cabello. No podía mentirme más. Estaba por morir o bien estaba a punto de pasar por algo que no me permitiría luego vivir. A la primer mano la acompañó otra y juntas desataron la venda que cubría mis ojos. El sonido del fuego seguía incesante en distintos niveles de potencia. Al abrir mis ojos noté para mi sorpresa que había ya luz de amanecer. Y que ésta se colaba por entre las hendijas del mimbre. Estaba en un canasto gigante. Giré para ver a mi liberador y tomé tanta aire por la sorpresa que me hice daño en la garganta. Era demasiada información junta, pero en pánico suelo pensar rápido. Repuse dos cosas al instante: conocía a esa persona. Y esa persona estaba maniobrando un globo aerostático.