XXII. Apología de las analogías

Parte 1
Una de esas mañanas grises sabadezcas esta hermosa mujer se despertó antes de que su alarma se lo solicite y corrió con su pierna al felino que calentaba sus pies. Tras un quejido mínimo el gato siguió roncando, pero ella sabía que de seguir durmiendo cuando el sol quede oblicuo al piso se iba a sentir mal. Corrió las sábanas y con sus aniñadas medias rosadas pisó la alfombra de su cuarto. Una vez sentada se recogió los cabellos en un rodete y desentangó su bombacha. Se puso de pie y caminó hasta el frío piso de la cocina, donde activó la cafetera.
Todavía sin pantalón ni corpiño, envuelta en su remera de esa banda que tanto admiraba de adolescente apoyó sus glúteos en el alfeizar de la ventana que daba al pequeño patio invernal de la pequeña casa en que vivía. Al encender un Virginia Slim reparó en que al acercarse a los treinta años ya hacían casi quince que fumaba. Cero arrepentimientos. Las enfermedades y la muerte son cosas ajenas a lo que hagamos, sostenía. La cafetera terminó pero ella, absorta en una mirada adormilada hacia las plantas que no regaba (pero, de alguna u otra manera, se mantenían vivas) no se dio cuenta hasta unos segundos más tarde.
Junto al café buscó ese libro que había comenzado hace unas cuantas semanas. Un libro no tan entretenido como para aislarse del mundo y tragárselo en un par de noches, pero que tenía un ritmo llevadero y buenísimo para pasar el rato. Había comprado otro hacía ya un tiempo, pero lo posponía por esas mínimas obsesiones de terminar con lo empezado. El primer libro no aparecía. Ya lo estaba terminando, suponía, si no es que lo había abandonado. Pero no lo encontraba por ningún lado. Tomó ese otro que tenía en la mira, que había comprado tras varias pasadas por vidrieras de librerías en las que había raptado su atención. Tomó asiento en su sillón marrón. El café se enfrió y la alarma sonó durante el primer capítulo. Supo que ese libro iba a atraparla. Se paró y bebió un par de sorbos helados pero sabrosos, y reparó en que el cigarrillo ya se había consumido. Detuvo la alarma de su despertador y cuando se disponía a iniciar el segundo capítulo se topó con el viejo.
Los libros perciben. Sólo apareció porque sabía que de no ser así el nuevo libro haría que sus capítulos quedaran meramente en el recuerdo. Tras patearlo por error, lo tomó y dudó. Los libros en ella generaban docenas de sensaciones ajenas al contenido. Encendió otro pucho y leyó el epílogo. Concluyó en que efectivamente no era otra cosa que una novelita más. Interesante, llevadera, pero nada alucinante. Cerró esa tapa dura, acarició el lomo (primero del libro, luego del gato) y volvió al alfeizar. Quedaba un solo faso en el atado.

Parte 2

Parte 3

Parte 4
Mientras los motores levantaban temperatura en el lento puente, las gotas dibujaban graciosas formas en las ventanillas del colectivo. Obviamente el 168 una vez más aletargaba su paso en el rio, al mismo tiempo que en la mente del muchacho los truenos sonaban lejanos.
¿Va a ser necesario dejar en claro explícitamente que no soy capaz de tener más de un proceso emocional fuerte a la vez?
¿Que mis ojos son totalmente incapaces de mirar hacia más de un punto?
¿Requerirán las repetitivas situaciones entornadas por camaradería con desenlaces de inconmensurables celos evidenciar la debilidad en la que me hallo?
¿Que mis oídos se encuentran imposibilitados de sonreír ante más de una voz?
¿Voy a tener que reducirme a risas irresponsas reflejando lo embelesa de mi persona?
¿Que mis manos sólo pueden tallar una cintura?
¿Son las tuyas reales inseguridades y reacciones instintivas a una incongruencia dialectal?
¿Que mi lengua arropar más de un par de orejas?
¿La resignación a acatar un juego con papeles opuestos es la única solución que me permitirá seguir adivinando qué personaje me elegiste esta vez?
¿Que mi nariz sólo ante un aroma desencadene millones de reacciones químicas que me llevan a arrancarte la ropa?
¿O es acaso un maquínico y estratagémico sistema de pesca en el que se seda la presa?
La silenciosa tormenta llegó a un momento de tensión eléctrica en altura donde sólo luces y no estruendos llenaban el estacionamiento donde él con su gracioso corte de pantalón predilecto y ella con ya sólo un libro en su bolso experimentaban temperaturas amplias y movimientos danzalmente burdos.