El resplandor celeste y claro del amanecer ya iluminaba la habitación, y el sospechoso seguía sin soltar palabra. Sin soltar palabra, ni un gemido cuando trataron de hacerlo hablar apretándole la cabeza con la puerta. Tenía una mirada perdida, y las ojeras rojizas le daban un aspecto siniestro. Llevaba puesta una boina de tela escocesa desgastada, una camisa amarillenta sobre una camiseta llena de manchas marrones, de las cuáles se había extraído muestras, y en media hora sabrían si era sangre lavada o simple café.
Los tiradores marrones hacían juego con su pantalón de vestir, y sus zapatos andrajosos dejaban ver la punta de su media derecha, con un estampado de lo que parecían escudos de algún club. Carlos desprendía un olor repugnante, una mezcla de alcohol, orina y tabaco combinados con un ácido que -suponían- era vómito y muriático, que fue usado para asesinar de forma macabra a la pobre Romilda.
- ¿No vas a decir nada? -. Le pregunté, de forma repetitiva, casi mecánica.
No se inmutó.